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Entre curva y curva (reflexiones de un viajante)

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María se descubrió mirando fijamente al suelo. Estaba descalza y las olas le acariciaban los pies que  le ardían de escozor pues los tenía heridos.  La falda tenía los bajos rasgados y la camisa (que tan contenta había estrenado hoy) estaba manchada y ajada. No sabía con seguridad cómo había llegado hasta allí, pero si sabía el porqué. Todavía le zumbaba el oído izquierdo y en su boca perduraba aun cierto regusto amargo a sangre. Esa boca que un día dijo felizmente “si quiero” sin saber lo que se le venía encima.

María tenía veintitrés años y una mirada triste que en los últimos tiempos empañaba a unos lindos ojos de color miel. Esos mismos ojos que no hace mucho miraban ilusionados, hoy eran dos meras sombras de lo que fueron.

-          ¡No puede ser! ¡no me puede estar pasando esto a mí! ¿por qué?

Esta frase le retumbaba una y otra vez en la cabeza durante todo el día sin encontrar respuesta.

Hacía dos años que se había casado con Luis, el gerente de la primera franquicia inmobiliaria que habían abierto en  su barrio. Ella y sus amigas le echaron enseguida el ojo a aquel desconocido que con su educación y ese porte que les da a los hombres un buen traje, las tenía encandiladas.

Por aquel entonces María había dejado sus estudios y se había puesto a trabajar en la cafetería que regentaba su madre y que compartía acera en misma plaza con la inmobiliaria de Luis. Como era de esperar Luis se hizo cliente del establecimiento en parte por la proximidad, en parte por lo agradable del ambiente y en parte por ver unos encantadores  ojos miel que le miraban interrogantes  detrás de la barra. María ganó terreno frente a sus amigas y Luis quedó prendado de aquella, para él chiquilla, pues le sacaba diez años de ventaja en el camino de la vida.

-          ¡María! ¡qué haces ahí!

El corazón se le encogió y un dolor agudo se le clavó en el estómago mientras un terrible escalofrío recorría su espalda.

-          ¡Es él! ¡Me ha seguido!

Sin apenas atreverse, volvió lentamente la cara y con alivio comprobó que se trataba de un hombre llamando a su hija que jugaba a escasos metros de ella con la arena. Se dio cuenta entonces de que no podía seguir viviendo así. Siempre llena de temores. Siempre mintiendo a su madre sobre sus moratones. Siempre temiendo la llegada de la noche y el sonido de las llaves en el portón. Hacía tiempo que no se sentía deseada, ni tan siquiera querida. Se sentía poseída. Posesión. Esa era la palabra que definía su relación con Luis.

Se enjugó las lágrimas que ni había notado hasta ese momento que le recorrían las mejillas, se atusó un poco la ropa y el pelo, y se dirigió a paso lento pero firme a la comisaría de su pueblo.

Era el momento de ponerle fin a sus sufrimientos, de pararle los pies a ese canalla, de empezar un nuevo capítulo de su vida.

1 comentario

Ana Mari -

Lo malo de esto es que normalmente la historia se queda ahí, en una denuncia, pero la policía no echa cuenta hasta que no haya sangre. Debería hacerse más caso a mujeres que sacan valor para contar lo que les pasa a alguien que supuestamente "vela por nuestra seguridad".