La reluciente caja metálica.
Ésta es la extraña historia de un hombre extraño.
No me preguntéis ni cómo ni por qué, pero todas las mañanas al levantarse, cogía su "reluciente caja metálica", abría una mirilla, acercaba el ojo derecho y miraba dentro. ¿Pero qué veía? Pues todo. Sólo tenía que pensar en algún lugar o en alguna persona, nombrarla y lo veía. Día tras día repetía la misma operación y se estaba así, solo, contemplando el mundo a través de su "reluciente caja metálica" hasta que se hacía de noche y se acostaba. Únicamente se separaba de ella para comer algo que alguien le pasaba por un torno ubicado en los bajos de su puerta (nunca comprendió por qué, ni le importaba).
No recordaba desde cuando estaba allí, ni tan siquiera que edad tenía. Sólo recordaba que su nombre era Arturo y que en otra época fue empleado de banca.
Uno de esos días, estando contemplando “su mundo” se le ocurrió la idea de que podría ser interesante verse a uno mismo. Pero al momento se lo pensó mejor.
- ¡Qué tontería! ¡Si yo me veo todos los días en el espejo!
Pero mientras más rato pasaba más interesante le parecía la idea de verse a si mismo, hasta que ya ansioso no se lo pensó más.
- ¡Está bien! Venga, quiero verme.
De repente se hizo la oscuridad en su "reluciente caja metálica" y no conseguía ver nada. Poco a poco la oscuridad dio paso a una espesa bruma grisácea, que al final cedió y por fin pudo verse.
- ¿Pero qué es esto? ¿Quién es ese? ¡No puede ser!
Arturo, horrorizado, se apartó bruscamente y empujó con fuerza "la reluciente caja metálica" que, ante tal empujón se rompió contra el suelo. Se puso a dar vueltas por la habitación como un poseso sin acabar de creer lo que había visto.
- ¡Ese no puedo ser yo! ¡Yo estoy bien!
Entonces, súbitamente, recordó. Recordó las risas de sus hijos. Recordó la tibia piel de su esposa. Recordó aquel oscuro camión en aquella fría madrugada. Se dio cuenta de la farsa en la que estaba viviendo y que ahora que lo veía todo con ojos nuevos, no tenía ni pies ni cabeza.
Quiso entonces huir de allí y corrió hacia la puerta. Intentó abrirla y no pudo. Lo intentó con todas sus fuerzas, y no pudo. Impotente, se echó a llorar desconsoladamente en un rincón. De repente y por primera vez en mucho tiempo sintió miedo. Mucho miedo. Miedo a no volver a ver a sus pequeños. Miedo a no volver a sentir los abrazos de su amada. Miedo a quedarse allí para siempre encerrado con aquella estúpida y "reluciente caja metálica" que para colmo de males ahora se encontraba hecha pedazos en el suelo. El miedo se convirtió en ira. La ira en desesperación y la desesperación en locura, que le hizo abalanzarse de nuevo hacia la puerta gritando con la intención de echarla abajo……….
- ¡Doctor! ¡doctor corra! ¡a abierto los ojos!
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